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Reflexión del 3 de enero de 2021

Me encanta ver a niños hacer surf. Es maravilloso verles hacer peripecias encima de las olas, enfrentarse a enormes paredes de agua sin miedo y con agilidad. Cuando estoy en el agua los observo con cierta envidia y siempre pienso: «Qué suerte empezar tan pronto, ojalá lo hubiese hecho yo».

Hoy me he dado cuenta de que me pasé la infancia y adolescencia aprendiendo otra habilidad que quizá otros envidiasen. Fui al conservatorio desde los 8 años hasta los 17. En mi experiencia, la gente que ha estudiado música formalmente desde niños suele caer en dos grandes grupos: aquellos que lo amaban y probablemente se dedican a ello, y aquellos que han terminado con una relación amor-odio con su instrumento. Yo soy de las segundas.

Tocaba la guitarra clásica. Tuve magníficos profesores y entre ellos tiene un lugar especial Javier Canduela. No solo por su amor a la música y a la guitarra; sino sobre todo por ser siempre comprensivo y cercano, sin infravalorar los pensamientos y decisiones de sus alumnos por enanos o insufribles adolescentes que fuésemos. Durante un tiempo dimos clase en mi habitación y un buen día sustituí mis pósteres de los Jonas Brothers por letras de los Beatles y fórmulas matemáticas. Tenía 15 años e intentaba hacerme la intelectual, intentad no juzgarme demasiado. Recuerdo que fue la única persona que se interesó en por qué había escogido cada letra y cada fórmula, que discutimos bastante sobre ello y sentí que era una conversación de igual a igual. Además, conseguía que incluso los más vagos (como una servidora) aprendiesen lo necesario para ser cada día músicos menos dependientes de sus profesores. Aún recuerdo muchos de sus métodos de digitación y ejercicios de técnica.

Esta reflexión ha sido provocada por este pasaje de Tokio Blues de Murakami:

Tal como te he dicho antes, tocaba el piano desde los cuatro años, pero jamás por placer. Siempre lo hacía para pasar un examen, porque era una asignatura, para impresionar a los demás. Eso es importante, claro que sí, para llegar a dominar un instrumento musical. Pero cuando una llega a cierta edad, tiene que interpretar la música para sí misma. Ése es el poder de la música. Y yo por fin lo comprendía después de salir del circuito de élite, a punto de cumplir treinta y dos años.

Igual ya puedo empezar a tocar para mí misma.